07 octubre, 2014

EL DÍA QUE CRECÍ

Estoy agotado, lo admito. Los últimos 5 años han estado movidos. Entre cosas buenas y  malas siento que me debo un break, el problema es que me cuesta descifrar cómo descansar de todo esto. Entendí que no es tan fácil como recostarse en un sillón a ver tele mientras la vida pasa y los problemas se desvanecen (aparentemente). De hecho, la experiencia me ha demostrado que la inercia es tóxica. El descansar no debe confundirse con el sedentarismo, definitivamente. He intentado hacer una especie de clic cerebral. En  este preciso momento me siento como la mezcla entre un bebé y un anciano,  extremadamente vulnerable pero con consciencia respecto a todo.

Quiero ir poco a poco pero con buena letra, como quien dice.

No soy un mártir y nunca lo seré. Trato (trato) de evitar la auto-compasión por considerarlo lo más ineficaz entre los malos hábitos del ser humano.

En algún momento entre mi infancia y mi adolescencia me convertí en un tipo nervioso. No se, le he dado muchas vueltas a la posible raíz del asunto pero he decidido dejarle la génesis de la condición a cualquier psiquiatra de turno. Los miedos han  comprendido una buena parte de las facetas de mi vida. Todo ha sido como una fórmula matemática: miedo + ansiedad = pánico.

Aparentemente el método infalible para restarle potencia al pánico viene determinado por la cantidad de cojones que estés dispuesto a sacar de ti para acabar con el bucle de ansiedad pero no siempre se tienen los suficientes cojones, no siempre se tiene la energía para sacarlos.

Creo que uno se vuelve un poquito más adulto cuando acepta cada vez más el hecho de que los padres (los buenos padres) sí tenían a razón sobre temas en los que siempre nos empeñamos en desacreditarlos. Casi todo el tiempo he sabido que mis padres tienen una consciencia pulcra y un accionar estupendo PERO dado que nunca me ha faltado la terquedad con la que nací (y con la que me voy a morir, me ha tocado llevarme varios coñasitos. Aunque admito que esa terquedad mía me ha funcionado bien para otras cosas, por lo menos.

Mamá siempre me ha dicho que los problemas se resuelven poniendo todo en manos de Dios, planificando posibles soluciones y aceptando las consecuencias de lo que no se puede cambiar. Lo relevante de todo esto es que ella ha sido ejemplo de lo que dice; mamá es una santa. Esa mujer nació con un aura como bendita, casi mística. El problema es que mi concepción de Dios, de la vida, de los problemas y de las soluciones se ha ¿distorsionado? a un punto en el que me cuesta organizar mis ideas.

Papá me decía que los miedos están para enfrentarlos y forjar el carácter, que muchas veces te paraliza pero de que se puede, se puede. Nadie con más moral que mi padre para semejante afirmación. Papá tuvo que tumbar tantos muros en su vida que frecuentemente me pregunto si en algún momento tendré la mitad de fuerza que él manejó, ¿cómo puede alguien trabajar tan duro, atravesar tantas dificultades y terminar el día con la sonrisa del tamaño de un sol?, papá tenía que ser de otro planeta.

Los últimos años han estado representados por una especie de extraño remordimiento. Tengo miles de razones para no quejarme de nada y sin embargo no me siento en paz. Mi familia es unida y tengo los recursos para salir adelante en el plano académico. Aún así, todo me molesta, todo me perturba, todo me entristece.

Veo a mis padres sanos, trabajadores, activos y resilientes mientras yo hago espacios forzosos en mi agenda para irme a dormir lo más rápido posible.

Aún así, actúo como si nada al mi alrededor. No se por qué pero en lugar de decirle alguien lo desanimado que me siento, mi reacción es actuar como si nada. Sigo siendo el payaso de los chistes ocurrentes, el estruendoso que busca humor incluso en las situaciones más incómodas. Mi reacción es seguir sonriendo. 

Hace poco menos de un año, hablando de cualquier tontería con una amiga en el boulevard de mi universidad, ésta me pregunta cuál es mi temor más grande. No supe responderle a ella, no supe responderme a mí. El tema quedó allí y seguimos hablando de cualquier otra cosa pero en mi cabeza la preguntica no dejaba de rondar: ¿cuál es mi temor más grande? Me parecía ilógico no responderle de manera puntual. Es decir, casi toda mi vida se había basado en un miedo concreto pero para cuando mi amiga me lo preguntó no sabía qué responder.

No le temo a las cucarachas ni a las mariposas, las alturas no me crispan y ver sangre me da igual. La oscuridad me gusta, los espacios reducidos me relajan y me encanta estar solo ¿a qué coño le temo?, ¿cómo es posible no responder a algo tan simple si siempre vivo hecho un manojo de nervios?, ¿acaso le temo a todo?, ¿o es que he temido tanto que ya se me agotaron los miedos?

Entonces me puse a enumerar todas las facetas de mi vida que habían sido protagonizadas por un miedo. Ya le había tenido miedo al rechazo, al tiempo, a la tristeza, a la soledad, a la ignorancia, al físico, al amor, al desamor, a la gente, al fracaso: todos los miedos los padecí, los viví y traté (traté) de superarlos. Sin embargo, gran parte de eso no formaba más que una serie de experiencias que ya habían pasado y que, independiente de la marca que han dejado, ya no eran parte de mi presente, ¿o sí?

Pasé horas dándole a mi cabeza y determinando cuál podría ser mi miedo más grande y entendí que sí, que sí seguían habiendo miedos grandes disfrazados de actitudes obsesivo-compulsivas destinadas a disfrazar mi pánico en forma de "rutinas preventivas". Impresionante lo que puedes descubrir con un par de horas de introspección sensata.

Mi mayor miedo tiene que ver con mi familia. Tengo un problema serio de sobre-protección hacia mi ellos. No  sé cómo ni cuándo se solidificó esa actitud  pero la cosa es que no soporto la idea de que a la gente a la que amo le pase algo. Es decir, a NADIE le gusta esa idea pero debo admitir que yo llevo esas ideas a un punto irracional y exagerado.

Me da miedo, por ejemplo, que cualquier persona de mi familia viaje sin mí; como si yo pudiera sostener un avión que se está cayendo o un barco que se está hundiendo. Tengo una necesidad desesperante de localizar y saber constantemente que la gente a la que quiero se encuentra bien, sana y salva.  Y no, no es por controlar (creo) sino por tener la constante certeza de que todos ellos están bien.

Qué irónica la tendencia de los seres humanos en empecinarse con la idea de tener un temor. Nuestro espíritu masoquista nos imposibilita vivir la vida liberados de ideas dañinas. El temor se institucionaliza desde la Iglesia hasta en la leyes de un país. Sin miedo no hay control, parece decirte la sociedad actual.

El miedo se vence enfrentándolo, supongo. Por ejemplo, según las bases de la terapia de exposición, las fobias se curan (o se intentan curar) concienciando al paciente sobre el problema, haciéndolo indagar y buscar información sobre el objeto de su temor. Al que le teme a los gatos, lo ponen a leer todo sobre gatos. La idea es que la persona sepa más del miedo de lo que el miedo pueda saber de la persona. Poco a poco exponen al fóbico a fotografías de gatos, a videos de gatos y así hasta que el sujeto se atreva a tocar un gato y perder parte del miedo que lo paraliza.  A veces funciona, a veces no pero allí está el miedo; tangible y listo para ser enfrentado.

Sabiendo eso, constantemente me preguntaba ¿cómo podía yo enfrentar mi miedo?, no había nada que tocar, no había nada qué enfrentar más que ideas feas de mis seres queridos pasándola mal.

….Todo hubiese sido más fácil si sólo se tratara de miedo a los gatos.

CAPÍTULO II: EL DÍA

El 15 de agosto del año 2014 fue uno de los días más felices de mi vida, de esos en los que nada sale mal, en los que todo surge fácil y espontáneo. Un día de esos en los que solo te queda reír y disfrutar de lo que hay a tu alrededor. Ese día mi promoción de la facultad de  Derecho celebraba una fiesta llamada Clase Magistral, que básicamente consiste en una enorme fiesta en la que tus compañeros, tus amigos y tu familia pueden emborracharse y comer hasta más no poder en razón de que por fin culminaste la bendita carga académica y sólo te queda esperar por el diploma.

Al principio no me animaba mucho la idea de la fiesta, me daba igual ya que tenía muchos meses con esa sensación de que ya nada me interesaba demasiado y de que mientras menos gente hubiese revoloteando a mi alrededor, mucho mejor. De todas formas mis amigos y mis padres me convencieron para pagar el paquete con el constante argumento de que "son cosas que pasan una sola vez" y blah, blah.

El día de la fiesta me encontraba rodeado de mis mejores amigos, de mis hermanos y de papá y mamá. Había mucha comida, mucha bebida, mucha música buena, mucha gente riendo. Fue un día como de gracia y paz, fue el único día en la que los 300 estudiantes de Derecho que se habían odiado entre sí durante 5 años, se topaban unos a otros y la borrachera los hacía abrazarse y felicitarse.

Mis hermanos la pasaban de maravilla, mis amigos y yo no hacíamos más que reír bailar como ridículos y mamá y papá estaban encantados con todo lo que veían alrededor, la sonrisa de mis padres no cabía en el inmenso salón que contaba como con mil (o más) personas. Recuerdo haber estado tan ebrio que papá no hacía más que reírse de mí y tomarme fotos con su celular, en todas aparezco con una cara de borracho que no la oculta ni un eclipse solar; a papá le hacía feliz mi felicidad, como siempre.

El día siguiente, el 16 de agosto me levanté tarde, a eso de las 2 de la tarde. La cabeza me iba a estallar y tenía que prepararme para asistir al baby shower de la primera bebé de una de mis primas más cercanas. Como pude me bañé, me vestí y conduje hasta el sitio. No había visto a mis padres ni a ms hermanos en todo el día porque hace un par de años que vivo en una casa distinta a la de ellos, hace un par de años que soy adicto a ser lo más ermitaño posible.

Llegué al baby shower y allí estaba mi familia, todos riendo y contando lo borracho que yo estaba la noche anterior, hicimos las cosas típicas que se hacen en un baby shower y la pasamos bien, entre familia y amigos. Papá llegó a la reunión a eso de las 7 de la noche, había estado trabajando todo el día. Típico de papá: acostarse a las 3 de la mañana y levantarse a las 5 para correr en bicicleta e irse a trabajar.

Yo estaba sentado en un sofá cuando veo a papá pasar, él me mira y le pido la bendición. Siempre nos damos un beso en la mejilla al saludarnos pero esta vez me dolía mucho la cabeza como para levantarme a darle un beso. Papá me bendice y sigue de largo hacia uno de los cuartos de la casa.

Me levanté y fui a seguir compartiendo con la gente del baby shower. En un momento de la noche, a eso de las 8:30pm, se acerca la esposa de mi primo y me dice que encienda rápido el carro. No entendía qué era lo que quería decir, ella intentaba ser sutil para no angustiarme ni preocupar a nadie en la reunión por lo que no le hago mucho caso pero ella insiste en que prenda el carro ya que mi papá necesitaba que lo llevara a un sitio porque no se encontraba apto para conducir.

En ese momento me imaginé cualquier cosa menos lo que en realidad pasaba, pensé que papá necesitaba que lo llevara  a la casa para cambiarse o algo parecido, cualquier cosa irrelevante.

Luego sucedió todo. De repente mucha gente se acerca desde el pasillo de la casa hasta la puerta de salida, todos rodeaban a mi padre e intentaban cargarlo para subirlo en el carro. De un momento a otro papá se pone rígido como una tabla y tuvieron que sentarlo en una silla de ruedas que, afortunadamente, estaba de fácil acceso en la casa. Veo a papá sentado en la silla y le miro al rostro, le pregunto casi gritando qué coño le estaba sucediendo...pero papá no podía responderme.

Lo vi sentado en aquella silla, mirándome con los ojos grandes y llenos de miedo, papá no podía contestar porque su cuerpo no se lo permitía. Sólo me miraba como queriéndome decir “quiero responderte pero no puedo, hijo”, sólo temblaba y se tocaba la parte izquierda de la cabeza.

Inmediatamente comprendí lo que sucedía, papá estaba teniendo un ACV. Lo sabía porque lo mismo había pasado con mi abuela y con otros familiares en años anteriores. Nada bueno resulta de los ACV.

Me pidieron que condujera hasta la clínica pero el shock me dejó completamente inmóvil, alguien más tuvo que hacerlo por mí. Papá estaba cada vez más rígido, más pálido, más inconsciente y yo sólo quería despertar de todo aquello.

El día 17 de agosto, doce horas y media luego de que tuvo el ataque y fue ingresado a la clínica, papá fue declarado oficialmente muerto.

CAPÍTULO III: LOS DÍAS DESPUÉS DEL DÍA

Tengo recuerdos algo borrosos de todo lo que pasó después. En un momento estaba en el segundo piso de una clínica llorando desconsolado, besando la frente del cuerpo inerte de mi padre y  al otro estaba en una sala velatoria. Se gundos después me vi parado al costado de hueco hecho en la tierra de un cementerio, rodeado de unas 150 personas que me miraban llorar mientras el cuerpo de papá bajaba tres metros en lo profundo.

Ese momento fue como el gato que me tocó acariciar...

Ese día (y los siguientes) han representado mi temor más grande, el cual tuve que vivir, enfrentar, entender…y aceptar.

El 15 de agosto me encontraba celebrando un día perfecto, la excepción de unos años que habían venido siendo una tortura para mi mente, la cual solo me hacía buscar desesperadamente refugio en el aislamiento físico y mental. Dos días después, 17 vivía el momento más triste de mi vida. Ningún dolor de los que haya sentido antes en mi vida se compara a lo que he sentido desde ese momento. Ni el rechazo más grande, ni el despecho más tormentoso, ni el fracaso más contundente que he tenido se compran  a la idea de ver al pilar de mi vida irse del mundo de los vivos. En un abrir y cerrar de ojos se había ido “la mquinita de hacer felicidad”, como le llamaba mamá.

No exagero cuando digo que mi papá era como un generador de energía y entusiasmo. Era saludable, hacia ejercicios dos veces al día y sabía desconectarse de sus preocupaciones dándole prioridad a las pequeñas cosas que lo hacían feliz por encima de la presión de responder por una familia, por sus empleados, por la gente que lo necesitaba para estar de pie. Nunca pudimos detectar la condición silenciosa que lo llevó a morir en pocas horas sin advertencia previa y eso me duele tanto.

Casi dos meses han transcurrido desde que papá se fue y la vida no me ha permitido más que agradecer a Dios por lo afortunado que he sido. Y sí, admito que mi percepción de Dios es distinta a pesar de haber crecido en un ambiente académico profundamente religioso. No tengo nada en contra de Dios, al contrario. Simplemente el que yo visualizo se maneja con reglas muy distintas al común denominador.

Mamá amaba a papá con cada hebra de su alma. En 30 años de matrimonio sus ojos aún refleaban a ilusión de una adolescente que ama con toda la intensidad de un huracán. Recuerdo haberla visto tan desconsolada en la clínica en el momento en el que papá murió, con el corazón vuelto trizas y diciendo entre lágrimas: “Gracias Señor, por habernos regalado los mejores años junto al hombre más maravilloso” y hasta el sol de hoy no he  escuchado por parte de mi mamá la primera palabra de recriminación hacia la vida, el destino o hacia Dios. Mamá es la más fuerte, una santa; repito.

Antes del 15 de agosto, antes del 17 de agosto mi vida iba en picada. No me da pena admitir que había estado atravesando por una etapa no muy buena; desganada, desorientada, sinsabor. Papá siempre me había dado su apoyo y él mismo se había comprometido a buscar un especialista que me ayudara a mejorar.

Como mencioné, llevo un tiempo viviendo solo en otra casa que no es la de mis padres, a una media hora de distancia. Papá solía manejar toda esa distancia casi a diario sólo para despertarme, darme un beso en la frente y decirme que me amaba.

Nunca olvidaré el día en el que papá me dijo: “No importa cuántos años tengas ni cual sea tu situación. Cuando tengas un problema yo siempre estaré allí para ayudarte, así deba que manejar en bicicleta hasta China para ir a tu rescate”, papá amaba manejar en bicicleta, lo hacía cada día sin excepción.

Antes de la muerte de papá ya yo estaba deprimido y luego de su muerte y la materialización de mi miedo más grande pensé que colapsaría. Sin embargo, la ida de papá fue lo único en mucho, mucho tiempo que me hizo querer levantarme en intentar recuperarme de nuevo. Pocos días pasaron para que una de mis mejores amigas me acompañara en busca de un especialista. Tenía mucho tiempo sin levantarme con ganas de hacer algo de verdad. Ese día sentí que debía intentarlo de nuevo, por millonésima vez.

No me avergüenza admitir que el diagnóstico fue de depresión clínica severa, desde hace un tiempo he seguido un tratamiento y he decidido, por primera vez en mi vida, ir poco a poco. Sin presiones, sin recriminaciones, con paciencia.

Existe un tabú y un desconocimiento enorme en cuando a la depresión clínica. Muchísima gente lo confunde con un estado de tristeza que se pasará cuando “uno deje de pensar mariqueras y se ponga las pilas. Sin necesidad de gastar en loqueros y toda esa paja exagerada” pero el hecho es que se trata de algo tangible, real, tratable y superable pero que requiere atención y seriedad.

La depresión es curiosa porque no siempre te encuentras en un estado de sentimientos miserables pero la sensación de vacío inminente entra de repente sin tocar la puerta. A veces estás bailando y disfrutando en la mejor de las fiesta y de pronto te sientes solo, perdido y confundido entre un montón de gente brincando y un local lleno de luces artificiales que aturden.

Cualquier persona puede enfrentarse al factor depresión, no se puede subestimar la condición de alguien sólo por considerar que "hay otros que la están pasando peor". 

La depresión no conoce de situación económica, social o laboral. Hasta los que parece estar en la cima pueden tener un sinfín de tristeza en el interior.

En estos momento voy despacito, como queriendo reinventarme, como armándome de nuevo. Realmente espero que todo esto funcione y que, tal vez, mi experiencia pueda ayudar a otros que no saben qué hacer. Es difícil perderle interés a casi todo, sobre todo cuando se es joven. La gente suele subestimar los problemas. A veces confunden la depresión con flojera y creo que eso es lo peor de todo, lo más frustrante.

Pero aquí sigo, mi familia y yo continuamos adelante. Hace una semana nació la hija de mi prima; mi sobrinita, una hermosura de criatura de la cual seré padrino, un motivo muy grande de felicidad en mi familia. Intentamos llevar las cosas con normalidad y todo sigue, todo marcha, todo continúa pero por momentos el cuerpo reacciona y experimenta una especie de epifanía que te hace comprender que esa persona de verdad se ha ido y que, por más que quieras, no volverás a abrazarla…no en esta vida.

Papá me amaba demasiado y sabía que yo lo amaba enormemente, eso me brinda paz. Lamento no haberme levantado a darle un beso durante la última bendición que me dio minutos antes de todo lo que pasó, pero es más la satisfacción que me queda por ser su hijo.

De papá heredé su nombre completo, nos llamamos igual. Soy zurdo como él, también heredé lo obstinado y terco que siempre fue, al igual que su tendencia a sonreír, a valorar a los amigos como tesoros y a proteger a los seres amados pase lo que pase.

Siendo tan joven y en muchos aspectos afortunado, no puedo permitirme decaer cuando un hombre que casi triplicaba mi edad enfrentaba situaciones complicadas día a día pero con una sonrisa permanente. Papá está las 24 horas del día en mi cabeza, sonriendo siempre.

Papá no llegó a China manejando bicicleta, pero  sí al cielo.

“Al cielo se llega en bicicleta, papi”


Will Mujica.





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